A la eterna memoria de Enrique Roldán,
capataz del Santísimo
Evocar a Carlos II nos alimenta en la imaginación términos como el hechizado, el enfermizo, el decadente. Un rey, en definitiva, con mala prensa, si bien sería legítimo preguntarse qué deméritos realmente le corresponden y cuáles devienen más bien de los que quisieron atribuirle sus sucesores los Borbones, tras aquella Guerra de Sucesión que desangró España, Europa y todo el orbe, en lo que bien podemos considerar uno de los primeros (sino el primero) conflictos mundiales, a cuentas del trono de España.
Lo cierto es que frente a la imagen habitual de monarca responsable de un período oscuro, fue el suyo un momento en el que (por poner sólo un ejemplo) florecieron los arbitristas, aquellos funcionarios e intelectuales al servicio de la Corona que se empeñaron en enderezar las cuentas públicas alanceadas por la deuda y la corrupción. Así mismo, nunca cesó el empeño de los Austrias por mantener en alto el ideal de monarquía universal que, a la postre, será otro de los logros de Carlos II, pues la pregunta es obvia: ¿cómo habría sido posible el reformismo borbónico, a ambos lados del Atlántico, si el Hechizado no hubiera mantenido las estructuras que amenazaban derribo tras los esfuerzos de su padre, Felipe IV, por sostenerse derecho frente a tantos envites como tuvo que soportar? ¿Cómo habrían podido los Borbones disfrutar de sus primores afrancesados, si Carlos II no hubiera apuntalado las grietas del edificio?
Por lo demás, nosotros, archicofrades de los Dolores, debemos mucho al período carolino gracias a otro de sus personajes clave, la reina madre, Mariana de Austria. Ella, viuda doliente y dolida madre de un rey aquejado de padecimientos físicos que sin duda le lastraron, pero no le anularon la cognición, acabó representando para el pueblo español el perfecto prototipo de la Virgen de los Dolores Reina y Madre, cuyo oficio propio consiguió de Roma para España. Ataviada en sus retratos oficiales con la vestimenta (ya popularizada en lo sacro) por la Soledad de los Mínimos del Convento de la Victoria de la Puerta del Sol (primera conexión directa con Málaga de esta humilde reseña), nuestra placa de mayordomía de Peralta y nuestras prácticas devotas a la Virgen de los Dolores deben mucho al arquetipo imborrable fijado en el inconsciente colectivo por ese binomio de Mariana y la Madre Dolorosa que fue uno de los pilares del reinado de Carlos II.
Y si mala prensa tiene el rey que nos ocupa, no es menor la que solemos otorgarle en nuestro inconsciente a la relevancia de nuestra ciudad, en el presente y en el pasado (y, de paso, en nuestras expectativas de futuro). Sin embargo, la Málaga de Carlos II tiene demasiados vínculos con la Corte desde la que nos llega nuestro documento del mes como para pasarlos por alto.
Se trata de la Málaga en la que Pedro de Mena y Alonso Cano trabajan bajo el amparo de Fray Alonso de Santo Tomás, hermanastro del mismísimo rey, y uno de los discípulos predilectos de Fray Alonso, el malagueño José de Barzia y Zambrana (futuro obispo de Cádiz e impulsor decisivo del rosario y el marianismo en general) acabaría convirtiéndose en uno de los predicadores predilectos de la Corte, corriendo de su cuenta el ensalzarles los Viernes Santos (tanto a Carlos como a Mariana) los Dolores y Soledades de María en ámbitos privilegiados como el de las Descalzas Reales de Madrid, ese auténtico microcosmos en el que las viudeces y dolores de las reinas viudas y madres de los Austrias ha configurado uno de los espacios más decisivos para entender nuestra secular devoción a los Dolores de la Madre con mayúsculas.
En este contexto, el 26 de julio de 1689, y por recomendación de su Consejo de Guerra, Carlos II firmaba una disposición dirigida al gobernador de Málaga (a la sazón Francisco Miguel del Pueyo) en favor nuestra, pues lo era a beneficio de la Sacramental de San Juan. En ella, el Rey dispone que la procesión anual de impedidos (en la que se llevaba el viático, con toda solemnidad, a los enfermos de la feligresía), al pasar a pie de playa por las guarniciones militares de la Torregorda y el Baluarte del Obispo, dichos acuartelamientos procedieran a emitir fervientes cañonazos a modo de salvas de honor. Eso sí, en este caso, no resultaba aplicable el refrán Con la pólvora del rey, que fácil se dispara. En el mencionado espíritu arbitrista de saneamiento de las finanzas públicas, nuestra Sacramental merecía tal honor siempre y cuando los gastos de la pólvora de los cañones corrieran de nuestra parte. En este caso, quienes hubieran conseguido mover el papeleo en Madrid para la obtención del privilegio, obtenían, sí, la prebenda, pero no lo que probablemente hubieran deseado, esto es, también la financiación de la misma a cuenta de la Hacienda Real.
Sea como fuere, sin duda nuestro documento de septiembre pone de relieve la preeminencia que las hermandades sacramentales alcanzaron en la España barroca, y cómo la Corona estaba dispuesta a fortalecer su arraigo en la mentalidad colectiva mediante el aumento de la espectacularidad sensitiva de sus manifestaciones de culto público. Por otro lado, nos sirve para quitarnos complejos: Málaga estaba perfectamente engarzada en los mecanismos sacramentales de la época al mismo nivel que cualquier otra ciudad y, de paso, nuestra Sacramental de San Juan (aquélla a la que Luis de Torres ya había dado un siglo antes el protagonismo en Roma que conocemos) jugaba un papel nada desdeñable en el calendario festivo de la Málaga barroca.
Por último, sirvan estas líneas para reivindicar la plena vigencia (y urgencia) de la necesidad que nuestro mundo tiene de cofradías en salida. Cofradías que vayan a la búsqueda de los enfermos, los ancianos, los solos, los marginados, de todos aquellos que (por las razones que sean) no pueden, no quieren o no saben acudir a la que es su legítima casa, tanto la iglesia como la casa-hermandad. Que no olvidemos nunca que las puertas de la Archicofradía no son puertas en las que esperar, sino líneas de salida desde la que buscar. Que, como para nuestros antepasados, los impedidos, los alejados, las periferias, deben ser nuestro objetivo primordial. Que así sea.
Salvador Marín Hueso